
Las moras caían del árbol.
Maduras, se daban contra el suelo de hormigón.
Se lastimaban. Se abrían.
El jugo se esparcía por el suelo como perdiendo parte de su esencia.
Algunas quedaban secas, sin moverse.
Otras se giraban dependiendo de la forma en que caían.
Algunas eran grisáceas, otras granates, bordolinas.
Todas eran diferentes.
A veces las verdes también caían, quién sabe el motivo.
Perdimos la capacidad de conectarnos con tantas cosas
Que no sabemos porque sucede.
Las moras verdes no tienen por qué caer.
Al cabo de un rato, el patio estaba empañado de moras,
Destrozadas, desgarradas, despedazadas.
La gente que pasaba por allí, completaba el cuadro:
Las pisaban, cada uno en su mundo, en su aleteo.
Algunas moras quedaban fragmentadas en el suelo,
Otras quedaban pegadas a la suela del zapato del “asesino”.
De otras solo quedaba la mancha oscura empañando el hormigón.
Otras se veían extrañas, deformadas.
Otras desaparecían.
Nadie se puso a pensar en las moras de mi patio.
Algunas bendecidas quedaban enteras.
Con raspones de caída, pero enteras.
Yo las veía, y me parecían consagradas.
Estaban ahí luminosas entre las muertas.
Esplendorosas aún con agujeros y lastimaduras.
Luego de un rato, elegía a una de ellas, las “bendecidas”
La tomaba entre mis manos con ternura
Y le decía:
Yo soy como tú, por eso puedo verte.